Florida, durante ese sábado |
Llegué a las 4 am a las puertas del alojamiento que tiene el mismo nombre del famoso hotel que en Caracas fuera el escenario de los primeros grandes espectáculos coreográficos; el lugar donde cantaría Gardel. Ese Majestic tuvo sus glorias en los años 30 y sería derrumbado para abrir paso a la Avenida Bolívar. Después del cambio de habitación, como a las once, me preparo para salir a la pampa florecida de concreto.
Estoy alojado en el centro de la ciudad, a pocas cuadras del edificio de la Montevideo donde estuve la última vez. El mapa lo tengo en la cabeza, eso sí, la atmósfera es otra, completamente otra. El verano está enseñando las primeras luces y hace calor. Siento las calles diferentes, desahogadas. Por un momento, caminar por Libertad o Corrientes se hace similar a un paseo por la Candelaria o la Universidad, a media mañana o a medio día. Hay que agregar que Chávez ya no está, que ese ciclo está cerrado. Acá, Cristina lleva días reposando, recuperándose de una fuerte gripe. Me parece que la gente prefiere la noche.
Empiezo a respirar la magia, una magia compartida. Esta vez, ella brota del sólo hecho de ser esta una travesía de mochilero solitario, abierto a todas las posibilidades, o casi a todas. En Suipacha, un joven me invita a los shows de un local verdiamarillo divisable desde la Corrientes. Las calles están libres, parece que la mitad de la urbe se ha ido a la costa; deben haber huido de las sucesivas olas de calor. Cristian parece un pibe ecuánime. Se interesa en la política y está consciente de lo más importante: no se puede creer en todo lo que dicen algunos canales de TV y algunos periódicos; sobretodo si hacen parte de algún pulpo monopólico. Tuvo memoria para recordar cómo los medios presentaron el caso de los pistoleros de Puente Llaguno, durante el golpe de 2002, y la idea que en ese momento lograron instalar entre sus paisanos sobre lo que supuestamente pasaba en Venezuela.
Me desplazo por la favorita de Borges hacia el norte, buscando unos zapatos que encontraría en la Santa Fe, ahorrándome porcentajes inauditos en comparación a una adquisición similar en Sabana Grande. En una tienda de vinos degusto el exquisito néctar, pero la forma de pago era aquel llamado purocash. Acabo de llegar, poco a poco. Voy tomándole el pulso a la ciudad. Una mujer, gordita y sonriente, me enseña un volante de no se que vaina. Su lenguaje no estaba claro, solo sé que su tono me agradó, que me inspiró confianza; escuché la palabra masaje. Me impresioné después de lo ingenuo que puedo ser a veces.
Me tomó de la mano. Como un cordero, me dejé llevar hasta un antro cuya entrada era un hueco en la pared tapado con una puerta metálica de un rojo desgastado y chirriante. Cuando me di cuenta estaba en un sofá con una morocha de senos paraditos y cortísima falda. Un instante más y me estaba acariciando la bragueta del pantalón, ayudada por una colega que había caído como un buitre hablando de lo buenas que son las pingas de los venezolanos. No digo que no pensé en quedarme, pero una tercera amiga apareció con tres vasos de bebida suave y amarillenta. Esta, más corpulenta, desempañaba el rol de vigilar y castigar, si fuera necesario. Estaba sitiado.
Hubo un intento de seducción cada vez más agresivo. Nunca me han gustado las putas agresivas y mecánicas, y más si son bonitas. No tengo pesos, le dije. Pagas en dólares, me respondió con tono indignado. Tomo un sorbo de la bebida y me levanto, y la mujer más grande se atraviesa en mi camino y me dice que no puedo marcharme. Las otras dos la secundan. La principal me dice alzando la voz que esas tocadas leves no son gratis.
Insistieron, casi tuve que empujar a la grande. Les dije que podía regresar el lunes cuando tuviera los pesos, pero eso las arrechaba más. Baje las escaleras y dirigiendo la voz alzada al proxeneta, dije “Voy de salida maestro”, porque el señor tenía su edad, y era bajito y calvo. Seguí mi caminata por Florida, la peatonal de la gran mina alborotada por el verano inminente, y algo seca, me dije.
@maurogonzag
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