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jueves, 14 de agosto de 2014

Crónica sobre la inquietud en medio del auge liberal

Aún creemos en el socialismo. No hemos perdido la Fe. Hasta en el peor de los escenarios siempre conviene colocarse del lado de los “optimistas de la voluntad” y mantenerse a una sana distancia de los catastrofistas que vociferan sobre la “decadencia de occidente”. Cuando Spengler publico su libro con ese nombre, gente como Trotsky y Mariátegui señalaron oportunamente que había decadencia, pero del proyecto de la burguesía.

Como mi optimismo no es panglossiano, en nuestro caso creo que debemos preguntarnos si hay una decadencia del proyecto socialista, en el sentido de declive, deterioro o principio de debilidad (RAE dixit). Debo decir que vivo en una tierra de gracia, privilegiada como pocas, y con un pueblo arrecho pero tan noble y generoso, que si bien no se deja joder en última instancia, soporta estoico situaciones como la que ha generado la guerra económica silenciosa que viene emprendiéndose de manera cotidiana en su contra desde que el Comandante Chávez denunció a los “amos del valle” y declaró la guerra a la burguesía y a los propietarios de los medios de importación. La utopía concreta del socialismo corre peligro como nunca antes en los años de Revolución bolivariana.

Se combinan desbarajuste económico y reacomodo de fuerzas políticas, en una transición que debería conducirnos a un modo de organización donde el socialismo se trague mejor de lo que se traga ahora. Las opiniones que se vierten y las reconfiguraciones del poder dan cuenta y son expresión de lo que está pasando. Un ejemplo, es lo que dice el compañero William Torcátiz en artículo reciente publicado en este medio. Pareciera exagerar cuando, entre la rabia y la impotencia, dice:

“…pero el problema no es la guerra, el problema es que la estamos perdiendo y no se ve la famosa luz al final del túnel que nos diga que la vaina es pasajera, no se le ve solución a la crisis, ya sea, o porque no la tiene o porque al gobierno le ha faltado cojones para meter en cintura a los especuladores, a los promotores, a los financistas y a los ejecutores de la guerra y a todos aquellos que joden impunemente. La escasez y la inflación se han convertido en nuestras amantes y compañeras de vida, ya son parte de nosotros y pareciera que a nadie le duele y que todo sigue igual dentro de una normalidad explosiva”.


“Ser bueno es fácil, lo difícil es ser justo”, decía el poeta Víctor Hugo, en una frase que podría dar cuenta de lo complejo que puede resultar adecentar la economía del país de un día para otro, luego de décadas de bochinche anarco-comercial. La pugna económica persiste, y dependiendo de donde uno resida las percepciones sobre la situación podrían variar. Sin embargo, el inocultable auge liberal en un contexto de semi-impunidad puede constatarse con ejemplos tan ilustrativos como el del concesionario estafador La Venezolana, pero también con otras minucias que a continuación paso a relatar.

Imaginemos por un momento, que en el edificio ubicado en Plaza Venezuela del que desmontaron hace unos años la pesada publicidad de Pepsi-Cola, apareciera mañana una gran botella de Coca-Cola, más grande que la tasa de Nescafé que coronaba la torre de al lado, y que bastante costó desmontar, por cierto. He venido observando que el proceso de restauración simbólica que pretende sepultar el legado del Comandante, puede percibirse en ciertas iniciativas empresariales que podrían dar cuenta de esta ola anárquica-liberal que podría considerarse como una de las consecuencias ―y hasta brazos― de la guerra económica en curso. Fue caminando por la V Feria del Libro de Caracas donde una simpática dama nos ofreció a mí y al compañero pintor Pablo Pérez, llenar un cupón para participar en un sorteo para viajar a Margarita con todos los gastos pagos.

De buen humor y sin nada que perder, me dije ¿Por qué no? Pablo también llenó su cupón, el viaje era para dos personas y hasta incluía un chamo de hasta cinco años. A los pocos días, recibo una llamada en la que se me notifica que era el feliz ganador de un viaje a la Perla del Caribe. Me pidieron mis datos, me preguntaron cómo me sentía. La cita era el lunes siguiente para buscar el premio. Si no hubiera sido una de las víctimas ―aunque menor― de aquella gran estafa que hizo la empresa piramidal Astrotel en 2001, no me hubiera pasado por la mente la idea de que podía haber algo más detrás de esta dádiva de verano caída del cielo.

En eso me llama Pablo, le digo que si recuerda el cupón que llenamos en la feria, que había ganado el viaje a la isla. Cuando me dice “¿¡Tú también ganaste!?”, caigo en cuenta de que algo raro tienen los ojos de la muñeca. Pablo me dice que varios le han dicho que el premio no lo incluye todo, que hay que pagar los pasajes y no sé qué otra vaina. Le digo que hay que ir a ver de qué se trata, por curiosidad, porque después de todo algo de verdad tenía que haber en todo eso. Llegamos al centro comercial ubicado en Chacao, donde queda la oficina. La dama que nos atendió, bastante simpática, realizó muy bien su performance y alternativamente abría la boca sugestivamente mientras hablaba con limpia y trabajada dicción.

Al final, el premio va, comprando los pasajes, pero nos quisieron vender una acción de la compañía, un paquete que merecería espacio aparte. La muchacha insistió, sistemáticamente, ofreciendo aguas paradisiacas y confort para siempre. Me convenció, la verdad, pero un No fue nuestra respuesta definitiva. A nuestro alrededor, jóvenes matrimonios firmaban el libro de los socios, adquiriendo compromisos y beneficios, dulces deudas. Me dije que algo similar no me ocurría desde la época de las empresas piramidales, desde la estafa aquella de los mexicanos, aunque esta vez todo parecía estar dentro de la legalidad, en un contexto liberalizado y liberalizante, prometedor para muchas corporaciones.

Al día siguiente, llegaba al centro de Caracas en horas del mediodía, y cuando salgo de la estación del metro Capitolio, al final de la escalera mecánica otra joven simpática (siempre se trata de una joven sonriente) está repartiendo unos volanticos. Usualmente no los tomo porque ya sé por dónde van los tiros, pero esta vez, de nuevo la curiosidad, tome el papelito. De inmediato, leo que una “importante multinacional” que inicia operaciones en el país busca personal dinámico para trabajar tiempo completo o parcial, y ofrece “atractivos beneficios”. Inevitablemente, recordé el “premio” que me había ganado, el despegue de los precios de muchos productos de todas las cestas y líneas, la carta de Giordani y la polémica de los franceses, los acuerdos del Gobierno con los empresarios “productivos” del país y una serie de situaciones, anécdotas y hechos que se entrelazan entre ellos sin mucho esfuerzo.

Ese mismo día, al final de la tarde, mientras camino por la calle veo una muchacha que carga una bolsa con varios litros de aceite, producto que tenía semanas "desaparecido". Le pregunto donde lo compró y me dice que en el mercado local y que hay bastante. De inmediato, recordé la anécdota que me refiriera el compañero ecuatoriano Wilson Quezada, quien constató como en una preventa que tuvo lugar en un conocido canal privado a principios de año, el orador hablaba con unos empresarios sobre el potencial de un país en el que había mucho dinero y en el que se podían obtener ganancias tremendas. ¿Cómo hacerlo? Una frase resumía la idea, y con ella la esencia de la guerra económica: “Para ganar mucho dinero es necesario generar escasez”.

Lo que pasaba con el aceite, es lo mismo que ha pasado con otros productos que de pronto “desaparecen” por un tiempo, para luego aparecer “de repente”. El proceso psicológico en desarrollo, que da cuenta por cierto de la dominación comercial que aún ejercen ciertos grupos, permite que cuando el producto re-aparece, este sea vendido en cantidades superiores a las habituales y a precios especulativos. A fin de cuentas, la mentalidad de la escasez ya ha sido inoculada hace tiempo, siendo necesario solo pulsar un par de teclas para alcanzar dos objetivos simultáneos: obtener ganancias inusuales y socavar la popularidad y afectar la legitimidad del Gobierno.

Después de todo esto, uno se pregunta ¿Será que Torcátiz tiene razón? El tiempo debe ser nuestro mejor aliado porque, al final, seguimos siendo optimistas y pacientes, pero no pendejos.

@maurogonzag

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