Los principales impresos de la ciudad habían amanecido titulando que Maduro anunciaría hoy los cambios en el Gabinete, la imperiosa transformación del Estado, ese gran monstruo propietario de la renta petrolera que le pertenece a todos los venezolanos. Al término de una reunión con algunos compañeros del medio y de la lucha, hacia el atardecer, terminé en Chocolate con cariño conversando sobre ideología, libros y política con el poeta Romero.
Que si la agresividad de la ciudad, que si el fascismo
rebrotando en un sector de la clase media y la rebelión de unas masas llenas de
vitalidad que lo quieren todo y lo quieren ahora, que consumen y se quejan, que
van al cielo y van llorando. Chávez dejó una sociedad despierta, grupos
sociales con expectativas de realización de sueños y aspiraciones, legítimos
aunque también de opio. El poeta Romero me dice que un amigo psiquiatra le ha
asegurado que la violencia estructural, en el corto plazo solo puede combatirse
con represión. Pero no represión como plomo a discreción, sino como la
articulación inteligente de medidas preventivas disuasorias. Le digo que me
parece que Rodríguez Torres está haciendo el trabajo y el poeta me responde que
por ahí van los tiros, pero que había que apretar más esas tuercas de la patria
segura.
No habíamos terminado el vasito de papelón cuando se fue la
luz. La vaina era más que un parpadeo, porque el pana del local estaba
recogiendo sillas. Llegamos a algunas conclusiones precarias sobre temas que
talvez merecen un tratamiento más detenido aderezado con un par de cócteles
espirituosos. Caminamos hasta la estación Capitolio y me despedí del poeta.
Llego a la estación Plaza Venezuela. Veo a dos guardias del pueblo que parecen
regañar a dos muchachos. Uno de ellos le responde al guardia que revisa su
bolso y no de buena manera. Unos metros más allá esta otro grupo de militares,
de los que usan el chaleco fosforescente. Impera el orden y la tranquilidad,
son las siete treinta, más o menos.
Me aproximo a las escaleras mecánicas de la salida que da
hacia el hotel President, y veo a tres o cuatro personas que miran hacia arriba
como perplejos, dos de ellos señalan y parecen especular sobre algo. Llego y
hago lo propio, y como no se escucha ni se ve nada fuera del paisaje normal de
un día cualquiera, subo. Pero el olfato me dice y me advierte. Al llegar al
lobby de la estación noto que todo está pelao. Hubo algún episodio criminal y
se llevaron a alguien preso, me dije. En una de las esquinas, dos hombres
jóvenes hablaban frenéticamente. Uno de ellos señalaba la esquina donde está el
perrocalentero, haciendo gestos aparatosos de espectacularidad. Cruzo la calle,
y al pasar frente a la cola de los autobuses Yuruani, noto que toda la gente
mira medio atónita hacia el mismo punto.
Las diversas colas de gente tienden a atestar esa parte de
la acera, por lo que opté por caminar
por los espacios del mercadito que se extiende paralelo a la acera. Ahí, en uno
de los locales de ropa, sentada en algún objeto de madera o aluminio, con su
bebé en brazos, veo a una amiga de los Altos Mirandinos. De una le pregunto si
pasó algo y me pregunta que si no escuche los disparos. Le dije que vi unos
movimientos raros pero que no alcancé a escuchar nada. Lisbe me dice que fueron
ráfagas de tiros, que estos los lanzaron desde la esquina y por la calle
paralela, esa donde está el edificio Inon, un oscuro trecho donde algunas
parejas aprovechan para hacer el amor en vehículos con vidrios negros y estacionados
con disimulo, y que ha sido escenario de violentas persecuciones y encuentros
entre bandoleros urbanos que necesitan cerrar algún negocio.
Lisbe está nerviosa, su bebé duerme en sus brazos. Frente a
nosotros, se alza la sede del Sebin. Bajo la tierra, unos cuantos guardias del
pueblo hacían su trabajo en los espacios del metro. Pero no hubo explicaciones.
¿Qué había pasado? ¿Una persecución? ¿Un robo o secuestro frustrado? Lisbe me
dijo que ese sitio era muy concurrido, que las varias paradas del transporte
público atraen siempre a mucha gente. ¿Cuál había sido la intención del que
lanzó esas ráfagas de tiros al aire? A esa hora ya el presidente Maduro hablaba
en cadena nacional y el país esperaba los anuncios sobre el sacudón. Montados
en la camioneta, un señor que escuchó parte de nuestras palabras dijo algo así
como “esa es la seguridad que nos da este Gobierno”.
Ahí mismo Lisbe y yo caímos en cuenta: más de la guerra
psicológica, de la estrategia del miedo. La gente que llega cansada a esa parte
de Plaza Venezuela a hacer la cola para subir a los altos mirandinos y todas
las familias que viven alrededor, aunque no todos, automáticamente asocia la
cadena nacional con los tiros, los cambios anunciados con incertidumbre, al
Gobierno con la “inseguridad”. Me pregunté: ¿Será que el psiquiatra amigo del
poeta Romero tiene razón?
@maurogonzag
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