En artículo anterior hablábamos del “Capitalismo popular” de María Machado, como un irrespeto a la gente que, informada como está sobre lo que en el mundo ocurre, no se come viejos cuentos ―dicho sea de paso fracasados― como ese de que el capitalismo, un sistema que por naturaleza privatiza los beneficios y socializa los daños, puede llegar a ser “popular”.
En ese supuesto de “capitalismo popular”, que es, como hemos dicho, una inviabilidad de orden racional, un discurso que se utilizó en su momento para cohonestar la imposición del neoliberalismo en los años ochenta, se haría realidad la funesta distopía capitalista ―que viene siendo la utopía del propietario de buen corazón― de la “sociedad de propietarios”; propietarios, se supone, de sus medios de producción. Porque todos somos propietarios de alguna manera ¿O no? Ahora, hablar de una sociedad de propietarios de medios de producción es hablar de un conglomerado entero que vive comprando y vendiendo o, mejor, comprando el tiempo de los demás y vendiéndose. Una sociedad que tendría como divisa el compro y vendo, luego existo. Algo así como la clásica libre concurrencia.
Pero sucede que los tiempos de libre concurrencia terminaron en el siglo XIX. Estamos en la edad de las transnacionales, de los monopolios, de los imperios. Imperios en crisis pero imperios todavía. De ahí que la propuesta de la precandidata, aparte de ser una contradicción, un artificio del lenguaje, carezca de factibilidad real; valga la redundancia. Otra cosa sería si la propuesta incluyera la expulsión de todas las empresas transnacionales del país para darle paso a la formación de un mercado interno donde todo lo que se compra y vende es producto de una burguesía pionera, nacional y emprendedora, pero tengo la impresión de que los tiros pre-majunches no van por ahí.
Nuestro sistema, es bueno recordarlo, sigue siendo capitalista. Vivimos en un capitalismo rentista de socialización creciente. Es decir, donde las ganancias extraordinarias que recibe el país se pretenden redistribuir ―y se redistribuyen― con criterios de equidad y justicia. De ahí que algunos se hayan preguntado si nuestro socialismo, dado nuestro ―al parecer― insuperable y fatal rasgo de país petrolero, pueda ser un “socialismo rentista” o, para ilustrarlo mejor, un socialismo a la sueca, donde a cada cual le toca por derecho su barril de petróleo. Un barril que puede adoptar la forma de techo, salud o educación. Claro, hoy existe clara conciencia de que ese carácter petrolero debe ser superado como propósito trascendente del proyecto Nacional Simón Bolívar, en tiempos de cambios climáticos irreversibles, y que por consiguiente piden la construcción de un mundo diferente, socialista y ecológico.
De tal manera, que hasta el progreso, ese mito ilusorio y destructivo, pero que relumbra en el imaginario de mucha gente que ve como se levanta un nuevo centro comercial de cristalinos ventanales en pocos meses, si no se redefine como sinónimo de bienestar, felicidad, cultura y seguridad, más allá de su alusión a un bienestar que sería un supuesto producto de los “avances” de la ciencia y la tecnología ―que jugarán su papel―, no sería otra cosa que un autobús desbarrancado o, en la clásica definición, un burro tras la zanahoria.
Finalmente, ni “capitalismo popular”, porque este es impopular y antipopular desde lo teórico y lo práctico, ni autobuses de progreso, que es otra forma de decir capitalismo popular. Sí, porque aquí la palabra progreso se refiere al capitalismo y el autobús pretende aludir lo popular. Ambas propuestas carecen de credibilidad, y son un intento bastante poco elaborado de usufructuar un interés por lo social que en realidad no tienen, por lo menos en el sentido emancipatorio y liberador.
@maurogonzag
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