El viernes 19 de julio amaneció gris y templado, como
escarmentado por la primera tormenta eléctrica de verano que había caído la
noche anterior, y que se extendió hasta la mitad de la madrugada. Los
eucaliptos y los pinos resonaban sus hojas y tambaleaban sus troncos. Tenía una
leve resaca de ron que tenía tiempo sin padecer y mi cabeza parecía más pesada.
La telepantalla de mi pieza se encendió a las siete en
punto. La había programado a esa hora porque debía asistir a un curso especial
en el que me había anotado para no perder la oportunidad, aunque sin tener la
seguridad de que podría terminarlo. Ya había faltado una vez, y esa ausencia me
había privado del certificado. Una falta más y no aprobaría el curso. En esas
meditaciones estaba mientras daba vueltas en la cama, y al final decidí no
terminar el curso y quedarme en casa. Más aún, luego de constatar que las vías
estaban trancadas por algún tronco caído y el siempre excesivo tránsito
vehicular.
Con una sensación como de sueño interrumpido y con un leve
mareo, hice mis ejercicios matutinos, los cuales en algo ayudaron a poner mi
cabeza de nuevo en su lugar. Mientras saboreaba el café sentía la piel como
reseca, y la brisita fría que se colaba por el resquicio de la ventana parecía
exacerbar esa sensibilidad. El ron corría por mis venas, el gris del cielo de
esa mañana parecía demasiado claro. Empecé mi rutina con suavidad. Abrí varias
páginas web y di con un blog cuyo fondo blanco me pareció escandaloso. El
contraste de ese blanco con las letras negras, extrañamente incomodó mis ojos.
Súbitamente, sobrevino un deslumbramiento y unas extrañas
luminiscencias en la periferia de la mirada me saboteaban la lectura. Pensé en
el fondo blanco del blog, que no era el sol, y me dije que algo extraño estaba
pasando. Cerré los ojos y me tapé la cara con las manos. Ahí estaban las luces,
como hacia la derecha, cínicas, como burlándose de mí. ¿El cuerpo, mi cerebro,
me mandaban una señal? Una leve preocupación quiso invadirme, pero como no me
sentía mal me dije que no podía ser nada grave salvo el efecto de haber tomado
más ron de la cuenta.
Ese viernes se cumplían 34 años de la Revolución sandinista,
y esa era una de las noticias del día, más allá de que fuera una efeméride, que
las hay todos los días. Recibí la luz de las manos con cruces con toda la Fe de
siempre, después de semanas alejado de su fuerza purificadora. El
deslumbramiento duró cerca de media hora. Al sentarme frente a la pantalla
luminosa, mis ojos tras los cristales leyeron como siempre y ningún fondo
blanco pudo molestarme. La mañana avanzaba inexorable y, otra vez la resaca,
recordé a Gina y quise tenerla a mi merced, al alcance de mi cuerpo.
Traté de ser dueño de mis pensamientos, habían pasado cuatro
meses sin saber de ella. Sentí que debía llamarla y sorprenderla. La extensión
de su oficina no respondió. Le escribo en inglés y de una le digo que la quiero
ver y para mi sorpresa se muestra receptiva. Ese viernes 19 de julio sigue
deparando detalles interesantes, me dije. Leí algunas páginas de Vicente Romano
sobre la manipulación mediática y me salió un artículo sobre el tema. Esas
páginas despertaron mi apetito lector para interrumpir el libro que estaba
leyendo y tomar la obra periodística de García Márquez, la cual inicié con el
placer y la voracidad del antropólogo que da con la prueba del “eslabón
perdido”.
Cuando vi la hora habían pasado las cuatro. En eso sonó el
móvil, el cual atendí ―inusualmente― sin ver el número en la pantalla. La voz
preguntó por mí con una extraña seriedad, y sin preguntar de parte de quién
respondí con expectante seriedad que sí, que hablaba con Mauro Gonzaga. De
inmediato me dijo su nombre, de donde llamaba y para qué llamaba, y esa fue la
verdadera noticia del día. Me informaban que era el ganador del Premio Stefanía
Mosca, las Crónicas de la ciudad del bajo
se lo habían merecido. Dije que no podía ser, que era un notición. La llamada
fue breve, tanto, que después pensé que se trataba de una mala broma.
Pero era verdad. Al salir a darle la buena nueva a mi madre,
con las manos juntas y benévolas, me dijo que ella lo sabía, que la noche
anterior se había acordado del libro, que le había dicho a no sé quién que
ganaría ese concurso. Ese día el atardecer fue púrpura, la resaca había
desaparecido, y para cuando llegó la noche había dado con dos películas cuya
trama giraba en torno a escritores, lectores y librerías. Entre las vueltas en
la cama al amanecer de la tormenta, y el atardecer profundo y el buen cine,
estaba el brillo plateado de las narraciones de Buenos Aires. Esa fue la
noticia del día y para mi, puede que la noticia del año. Volví a saber que las
señales existen.
Mauro Gonzaga
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