El pasado sábado 24 de agosto no era quincena, y eso bastó para imaginar que las colas para subir al parque Guaraira Repano no estarían tan largas. Comenzando la tarde, cuando llegué a Plaza Venezuela, algunas nubes grises y un fuerte ventarrón querían anunciar otro chubasco de estos que han caído cada día de agosto y que pueden cambiarte los planes. Sin embargo no llovió, y decidí subir al parque junto a una vieja amiga.
Llegamos a la taquilla. De inmediato, vimos una serpenteante cola de gente de cuatro rectas y media, y titubeamos. Vi muchos niños en la cola, recordé que estábamos en plenas vacaciones escolares, eran diez para la cinco. Intercambié pareceres con mi amiga y decidimos que era temprano y podíamos hacer parte de la gran serpiente, que parecía más o menos fluida. Compramos los tickets alegremente, el día estaba templado, sabroso.
La cola fue de una hora, que se nos pasó rápido hablando una cantidad de cosas dado el tiempo transcurrido sin vernos. “Subir a la montaña siempre es una opción para salir de Caracas sin salir”, le recordé. Luego la bajada de noche, la ciudad iluminada, la sensación de que estas volando con la montaña profunda bajo tus pies. A las seis nos estábamos montando en la ágil cabina, junto a dos mujeres con sus respectivos hijos, y en casi 15 minutos ya pisábamos el mármol de la estación.
Confieso que no sabía que el acogedor local que se ubica bajo la pista de hielo lo habían convertido en discoteca, en una muy “chic”, según comentarios y lo que alcancé a ver desde el filtro de la entrada. Entramos en el bulevar, a esa hora medio borroso de neblina. Muchos niños correteaban frenéticamente en cada espacio, la estaban pasando realmente bien. Vimos el slogan ―bien pensado― que forma parte de las nuevas estrategias para atraer turistas extranjeros ―y a nosotros mismos― a todos los paisajes que el país tiene para ofrecer: Venezuela, el destino “Más Chévere”. Comenzábamos a pasarla bien, pero si todo hubiera ido mejor en ese “paraíso recuperado” no me hubiera molestado en escribir estas líneas.
Breves pasos más adelante divisamos La cima, un restorán montado sobre una fantasmal arepera Venezuela ubicada a un lado del paseo. Casi a las seis treinta estábamos sentados en la barra lateral del local, junto a un ventanal con vista a la ciudad, en ese momento invisible. Comencé a departir con mi amiga, y como está el trabajo, que si los roba cabelleras y qué has hecho y con quien sales y tal. Le hice una seña a una de las jóvenes trabajadoras del local, y cuando esta se acercó le pedí vino, pero no tenían del tinto. Tampoco había cerveza. Otra opción era la ginebra, pero no había jugo de naranja. Creo que si tú vas, lector, lectora, a un Cacao Venezuela lo mínimo que esperarías sería el chocolate ¿No? Al fin, nos decidimos por la ginebra con limón y otros néctares; Gin tonic, creo que le dicen.
Con la inquietud de que me dijeran que no había limón para un trago más, pedí un segundo Gin para mi amiga, pero no se podía. ¿Por qué? Limón había, pero eran cinco pa las ocho y el local estaba cerrando. Fue como un madrugonazo, pero en todo caso a esa hora podíamos bajar y continuar la charla en otro lugar. Ahora bien, eso de “bajar”, que en todas las veces anteriores que había subido a la montaña protectora de Caracas había sido un ráspalo suave, esta vez sería bastante diferente. Tan diferente como las más de dos horas que estuvimos en la cola, sí, más de dos horas no muy agradables, que con la otra hora que esperamos para subir suman tres horitas de espera, mucho tiempo en comparación a las menos de dos que disfrutamos propiamente en el parque.
El servicio, la calidad del tiempo, la variedad y las sorpresas, no parecían compensar esas horas de espera en las que algunos adultos mayores y muchas madres con sus hijos tuvieron que sentarse en el piso, un cuadro parecido al de la caótica zona de tránsito de un aeropuerto en el que todos los vuelos se han retrasado. Nos reímos de la escena, pero solo al principio. Delante de nosotros en la fila, un señor alto y ancho como un escaparate y muy paciente, daba sus parsimoniosos pasos mientras su esposa y sus dos hijas lo esperaban sentadas por ahí. Cuando nos escuchó dando nuestras opiniones sobre lo que allí pasaba, el señor contemporizó, con visible buen humor, y hasta se animó a contarnos que también había entrado en “La cima” para comer, aunque en el atractivo restorán no tenían carne.
Lo que allí ocurría era una expresión más, me dije, de lo que ocurre cuando la demanda de comida, bebida, servicios, de opciones y posibilidades, desbordan las modestas capacidades de la oferta en este hiper comunismo que comenzó a vivir nuestro país en los últimos años. Este exceso tenía en la kilométrica cola su peor expresión, algo tan sencillo como no saber qué hacer para canalizar de forma más programada la bajada a la ciudad, en un parque que muchos países quisieran tener y donde seguramente no despacharían a la gente a las 8 de la noche, salvo por aquellos que optan por meterse en Cabina Bar, la discoteca que mencioné al principio y sobre la que no puedo especular hasta conocerla por dentro hasta la madrugada.
Como lo ha dicho el presidente Maduro en varias ocasiones, y como lo dijo Chávez incontables veces, nuestro país tiene todo ―y si no, puede importarlo― para convertirse en una potencia. Tenemos los recursos ¿Quién lo duda?, tenemos el personal necesario, en un país de gente joven. Ahora bien, lo visto en el Teleférico de Caracas tiene, como no, su tufillo a rentismo, a comodidad, a la consuetudinaria falta de rigurosidad en los campos de la coordinación y planificación; a imaginación dormida en la embriaguez de las vertiginosas y altas tasas de ganancia, y ahí puede estar la clave para dar finalmente el salto cualitativo que convierta a Venezuela en uno de los mejores destinos turísticos de la región y el mundo.
Este es, sin duda, un proyecto realizable. Sin embargo, detalles como estos atentan contra la imagen y el tremendo potencial que tiene un parque que nació del conocido empuje modernizador de los años cincuenta, y que en los últimos años parece haberse retomado con fuerza. Gobierno, emprendedores y comunidad organizada y creativa, tienen la palabra.
* Publicado en PoderenlaRed.com el 26/08/13
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@maurogonzag
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