Transcurría la Semana Mayor en Mochima, un Parque Nacional paradisíaco extendido en el oriente. La arena de esa playa tiene un tono arcilloso y masajea los pies de forma muy particular. De ahí su nombre de Playa Colorada. Frente a ésta, como el lomo de un lagarto gigante que va tras su presa, está la isla de Arapo. No sé qué distancia separaba la playa de aquella porción de tierra, pero tres años atrás logramos llegar a nado aunque, es cierto, recurriendo al impulso de las chapaletas.
Ese jueves santo, cerca de la orilla y viendo el horizonte, Tony recordó aquella hazaña. Habíamos clavado las carpas dos días antes, y ya a las siete de la mañana el sol convierte en sauna cada una de las tiendas, que durante el día son un depósito de bolsos, toallas y cualquier cosa que lanzáramos en su interior. Muy prácticas ellas. Tony me llevaba algunos años. Era un atleta que llevaba toda la vida formándose en las artes marciales. Aunque de baja estatura era de una gran fortaleza. Nunca bebió ni fumó. En ese momento su mirada se clavó en la isla, y de repente volteó con un gesto de revelación, y me soltó:
― ¿Nadamos a la isla?
Era verdad que estábamos algo aburridos, aunque por ahí ya andaban brincando y saltando toda una variedad de estatuas griegas de piel tersa y aspecto virginal.
― ¿Nosotros nada más? ¿Sin las chapaletas? ―Le dije dando a entender que sin ese recurso el desafío por lo menos se triplicaba.
― Sí vale, así mismo ―Me dijo convencido de que tal cosa no era nada para nosotros.
Acepté el reto sin reparar en mayores detalles. Los demás muchachos estaban en el pueblo más cercano comprando víveres. Queríamos sorprenderlos ―a ellos y a todos los demás― en ese afán tan humano de conquistarlo todo.
Un bloqueador solar de colores en la cara y hombros fue lo único que llevamos. La decisión estaba tomada y nos metimos al agua con toda la confianza. Esta era de una transparencia que permitía ver los pliegues de tierra del fondo y hasta los cardúmenes que aparecen súbitamente como un hechizo brillante, y se tornaba verde oscuro y hasta más fría a medida que nos adentrábamos. Comenzó el braceo. Tony iba por lo menos diez metros adelante. Luego de avanzar unos minutos volteé y vi la playa que quedaba atrás. Mi compañero no paraba. Se alejaba poco a poco y una extraña sensación de soledad me invadió, como si de repente me encontrara en medio del desierto.
Por una fracción de segundo quise regresar, ya me sentía en mar adentro y los brazos como que estaban muy tensos para todo lo que faltaba, que era mucho. Con las chapaletas nos tardamos hora y media, recordé. Cuando volteaba veía las cabecitas de la gente y llegué a pensar que estábamos algo locos; que esa idea producto del ocio había tenido algo de imprudencia y de locura. Pero seguía nadando. Cuando me cansaba me detenía y flotaba un poco mirando el cielo medio gris, que por otro lado hacía más amable la travesía. La determinación de mi amigo, quien braceaba sin prisa y sin pausa, era ya mi única motivación. Ya atrapado en esa inmensidad, aunque mucho más cerca aún de la playa que de la isla, divisé en el horizonte algo más temible que un tiburón o cualquiera de sus parientes. A medida que se acercaba podía constatar, fatalmente, que la lancha se precipitaba hacia nosotros. Venía con la proa levantada, a una velocidad suficiente para no advertir a este par de emprendedoras criaturas.
Detuve el nado, y fijé la mirada en la punta de la embarcación. Creo que el tiempo también se había detenido para nosotros. Tony se detuvo pero extrañamente agitaba los brazos levantando agua. Ahí mismo caí en cuenta. La lancha venía hacia nosotros y de eso ni él ni yo dudábamos; lo que no podía ver era hacia quien se dirigía o si pasaría entre los dos. Pero como el chapoteo de Tony no podía ser un juego era claro que la lancha iba directo a él. Sumergirme lo más que pudiera era la opción que tenía en caso de que el aparato aquel se viniera encima. Vi el torso de mi amigo salir a la superficie agitando los brazos. Comenzó a gritar. Lo que sentí en ese instante infinito debió ser algo parecido a lo que siente el paracaidista que, en el raudo descenso, jala la cuerda y se queda sin respuesta. Fue algo paralizante y no fueron pocos los recuerdos de lo vivido que me asaltaron. Aparentemente estaba fuera de peligro ¿Pero, qué pasaría con mi hermano mayor?
La opción de Tony, que contaría después, era sacar el torso de un brinco, si es que algo así se puede en el agua, y aferrarse a la orilla del yatecito ese. Creo que ese optimismo y ese temple y esa reciedumbre lo salvaron al final. Por un momento no lo vi, mientras la lancha pasaba. Las pequeñas olas que generó me llegaron en tres segundos.
Ah, claro. Regresamos a la playa, y eso porque luego del tiburón mecánico apareció un guardacostas. Sí, fue demente querer seguir después de esa experiencia. Tony casi no lo cuenta.
Amaury González Vilera
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