Hotel Central |
Llegamos en una fría madrugada de junio al centro de la ciudad. Las puertas automáticas nos dieron paso a la calle, lo que fue como entrar a una cava, y ahí mismo abordamos a Luis, uno de los taxistas de turno. Forrado en una gruesa chaqueta y portando una clásica boina negra, nos sugirió quedarnos en un hotel del centro, cercano a la pieza que habíamos alquilado para las catorce horas de ese día. Algo panzón, muy dinámico y verboso, en los 45 minutos de trayecto hasta la ciudad no paró de hablar. Recomendaba, ofrecía datos, sugerencias. Antes que Señor Tango, nos habló de La Catedral del Tango; si de ferias de trataba, la de mataderos era imperdible. Como a las tres de la mañana llegamos al Hotel Central, y el viejo Luciano, quien parecía conocer a Luis de otras épocas, nos ayudó con el equipaje.
Con las primeras luces corrí la cortina de la alargada ventana y vi la calle. La gente, los colectivos, el gris brillante de la atmosfera. Inmediatamente en frente, diagonal al hotel, lo que parecía ser un Café, el primero de tantos que veríamos. Así como en Caracas hay panaderías en cada esquina, aquí hay cafés en cada esquina, diversos, acogedores, agradables, tranquilos. Viejos que iban y venían. Uno que otro joven caminando a paso acelerado, por lo general solos, algo que, pude observar, resultaría muy común en Buenos Aires. Caminar en solitario podía ser un signo de una sociedad individualista, pero también un signo de un pueblo que amaba a su ciudad y que la disfrutaba entre los buenos y malos recuerdos, entre el sueño de una libertad brotada de la luz del arte y de las letras y la oscuridad de un fascismo latente, agazapado, y a veces presente.
Era obligatorio para mí salir a caminar solo en esos primeros momentos. Ahí comencé a vivir la fantasía. Una mujer, que para el taxista Luis era mi señora, me esperaba en un hotel mientras yo me esparcía alrededor de la cuadra y veía todo a mi alrededor como quien llega a una playa paradisíaca de noche y se queda en una carpa, y al amanecer sale de esa cueva y se queda extasiado con el mar y su presencia, sonidos y colores. Me vi rodeado de monumentos. Al dar la vuelta en la esquina sentí más el bullicio. Al salir, en la acera de enfrente, dos hombres despertaban de su frío sueño, forrados como mejor podían; no me sorprendió. Eran los típicos excluidos de las grandes ciudades que pasaban, sin embargo, sus días –pero también sus noches- en las calles del centro. Trataba de no desorientarme, me había llevado el mapa por si acaso. Señoras con sus perros. Vestimentas oscuras, miradas frías con la mente en otra parte. Entré en un local que parecía tener lo que buscaba pero no lo vendían. El encargado me señaló el camino de la ferretería. Tenía puesto un grueso suéter cuello de tortuga pero el frío penetraba las costuras, templado, sabroso, sin brisa. Aceras grises y cielo gris, me metí en la ferretería; y como la compra de un adaptador de corriente delataba mi condición de turista, el muchacho me preguntó de donde era. Creo que lo dije antes, al nombrarle mi país y casi sin terminar la frase me repicó…
― ¿Y están a favor o en contra de Chávez?
La escena se repetiría prácticamente en cada lugar que visitáramos. Llegué a la habitación con el adaptador, el desayuno y hasta con una botella de El justicialista. Con esas primeras impresiones que le conté, Gina se sintió precipitada a la calle. Quince minutos después estábamos en la Plaza del Congreso. Nos gustó el otoño, eso sí. En ese primer y presuroso paseo nos fotografiamos con la estructura monumental del Congreso como fondo, cuyo tono verdoso de la cúpula se combinaba bien con el mono de Gina. En un ángulo ciertamente periférico de la plaza, un grupo de adultos, diría que mayores, se reunía en torno a un fuego que brotaba de un pipote. Cuando caminamos frente a ellos pensé en fotografiarlos, y hasta una sonrisa me dedicó uno, pero no lo hice. Algún joven con pinta de futbolista pasaba trotando, y ya comenzaba a ver ―y a admirar― a esos ejemplares de la recua de mujeres rubias, altas y flacas “que andan sueltas por Buenos Aires con descarada impunidad”, como dice Mempo Giardinelli. Y es que, en honor a la verdad ―porque si hay algo que aún tiene valor para mí en este mundo patas arriba en el que vivimos es la importancia de algunas verdades― no recuerdo haber visto una mujer obesa, y sin ánimos de establecer alguna jerarquía estética en la observación, no puedo dejar de estar de acuerdo con Giardinelli porque, efectivamente, hay como una impunidad en ese desfile provocador y permanente. En Caracas, ya lo sabemos, esa impunidad adquiere un tono anárquico que lo hace más descarado, aunque muchas de las nuestras, flacas, rellenitas, voluptuosas, caderonas, espigadas o tamaño estándar prefieran, por otras razones y motivos, desplazarse encerradas en sus carros. Yo, como tú, lector, prefiero verlas caminando.
Porque esa es una de las bocanadas que uno toma al comenzar la marcha por la ciudad del Plata, lo generoso de los espacios dedicados al peatón, hombre, mujer, niños ―a las familias― que quieren caminar y disfrutan caminando, trotando, o simplemente quedándose parados en un punto del paisaje. La dialéctica entre la vida urbana y el pensamiento abstracto se potencia felizmente cuando caminar se hace un placer. El rostro de Gina brillaba y su sonrisa era otra.
Monumentalismo, seriedad, frío, una hermosa sensación de libertad en medio de esa pampa florecida de concreto. Actores y lectores. Aires intransigentes. Árboles semi-desnudos de hojas amarillas. Una mixtura de Ariel y Calibán. Una guitarra eléctrica sonaba en mi cabeza, aunque podía ser acústica. Estábamos al fin en el laberinto-biblioteca; los problemas habían quedado a miles de km; allí éramos como dos adolescentes escapados de casa, despreocupados, emprendedores, abiertos.
@maurogonzag
amauryalejandrogv@gmail.com
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