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domingo, 1 de mayo de 2011

El Estado garantiza el bienestar, pero no hace la revolución

Se ha dicho en reiteradas oportunidades que el carácter sui géneris de la Revolución Bolivariana, consiste en que es un proceso de transformación estructural planteado en términos pacíficos. Esto pareciera, en la primera mirada, una contradicción en los términos en la medida en que, lo que nos dice la historia, es que una revolución sin violencia es impensable. Y aunque todo lo que puede ser concebido por la mente puede hacerse realidad, es cierto que todas las revoluciones –pensemos sólo en las del siglo XX- han sido levantamientos violentos frente al orden establecido, entiéndase: contra el Estado.

Decir, por ejemplo, que ningún Estado hace revolución, podría parecer en un principio una afirmación que se justifica y se explica por sí sola, cuando se estudia el desarrollo de los procesos políticos aludidos arriba. Es contra el Estado que hay que hacer la Revolución; por lo menos esa es la consigna más evidente en tanto que el Estado ha sido –y sigue siendo en gran medida en nuestro caso- una estructura de dominación al servicio de las clases burguesas; sean cuales sean las particularidades que esta clase adopte en cada Estado-Nación. Sin embargo, una de las lecciones que dejó el fracaso del socialismo soviético, fue la ingenuidad de pensar que con sólo tomar el poder del Estado se garantizaba la construcción del socialismo.


Una definición por excelencia del Estado, que ilustra muy bien lo que se podría denominar el orden político en la era de la modernidad capitalista, es la de Max Weber, para quien el Estado es una institución política, caracterizada por el hecho de que su cuerpo administrativo ha reclamado exitosamente el mentado “monopolio de la violencia física legítima”. Esta definición, legitimó lo que nació como una relación de dominación de un grupo sobre otro grupo. Menos aséptico y desde una perspectiva crítica, Aníbal Quijano refiere que,

“Puesto que todo Estado es una estructura de poder, eso explica que se trata de un poder que se configura en ese sentido. El proceso empieza siempre con un poder político central sobre un territorio y su población, porque cualquier proceso de nacionalización posible sólo puede ocurrir en un espacio dado, a lo largo de un prolongado período de tiempo. Dicho espacio precisa ser más o menos estable por un largo período. En consecuencia, se precisa de un poder político estable y centralizado. Este espacio es, en ese sentido, necesariamente un espacio de dominación disputado y ganado frente a otros rivales”.

Queda claro que, cuando Quijano habla de “espacio de dominación disputado y ganado frente a otros…”, está refiriendo el origen violento y coercitivo de esta forma de organización política. El grupo que pierde en la disputa, queda sometido a la estructura de poder que impone –muchas veces a sangre y fuego- el grupo ya erigido en Estado centralizado, donde las relaciones de autoridad y obediencia han quedado bastante claras. Este origen violento del Estado y su carácter de clase, puede dar lugar a la convicción de que desde este lugar no se puede hacer la Revolución. Necesariamente hay que decir aquí que esto es todo un debate; un debate serio que hay que dar en todos los espacios.

Desde nuestra perspectiva, empecemos diciendo que toda empresa humana requiere de determinadas condiciones de posibilidad. Siempre resulta sano y oportuno recordar esas palabras de Marx que se encuentran en la Ideología Alemana, parafraseando: para que haya historia hacen falta hombres, y para que hayan hombres es necesario que éstos tengan techo, cobijo, comida y bebida, en calidad y cantidades adecuadas y suficientes. Por otra parte digamos que el Estado, por razones históricas y dependiendo de determinadas circunstancias políticas puede, eventualmente, formar parte tanto de la solución como del problema. Recordemos acá, que desde el punto de vista del poder, que puede ser un poder como dominación pero también como potencia de liberación, el Presidente Chávez representa ésta última postura.

De tal manera que, si el Estado es una organización orientada por su naturaleza a la concentración y especialización del poder, ese poder puede ser –siguiendo a Erich Fromm- un poder para la dominación y un poder como potencia. Siguiendo a Enrique Dussel, ese poder puede ser aquel del que “manda mandando”, como puede ser aquel del que “manda obedeciendo”; un poder para la liberación, pues. En este sentido, para no caer en la ingenuidad de pensar que no son necesarias las relaciones de poder y de contar con una estructura de mando centralizada para garantizar y mantener (eventualmente recobrar), en determinadas circunstancias, el orden, la paz y la seguridad de la Nación, siempre en relación dialéctica con la realidad sociopolítica podemos plantear algo así como: del poder como dominación sólo lo necesario, de poder obedencial todo lo posible.

    Este punto de vista, plantea un debate desde la perspectiva de la filosofía política crítica, dentro de la cual se encuentran tópicos como el de la crisis tradicional de la estructura estatal en Venezuela, o de la necesidad de transformar el Estado burgués como imperativo para avanzar hacia una auténtica y completa democratización y socialización del poder, en el marco de la construcción del Socialismo indoafrovenezolano. Sin embargo, volviendo al tema de si el Estado hace o no la revolución, podemos decir que, si la transformación radical no ha ocurrido, se están creando las condiciones mínimas necesarias para que ésta pueda hacerse, y sea realizada además por el único sujeto revolucionario capaz de hacerla: el pueblo. ¿Qué es el pueblo? Ese es otro debate en el que Fidel Castro, en uno de sus últimos discursos, ha hecho un clarificador aporte dejando claro que hablar de pueblo “cuando de lucha se trata” no es sólo hablar de clase obrera ni mucho menos es sinónimo de ésta.

    Entonces el Estado puede fungir como un Estado que crea las condiciones e impulsa los cambios necesarios en su propia estructura para que pueda darse una transformación, en mayor o menor grado. Es así como, cuando se declara a Venezuela territorio libre de analfabetismo el 28 de octubre de 2005, se están creando la condiciones para el cambio radical; es así como, con la creación de políticas públicas como la Misión Barrio Adentro y la Misión Sucre –para nombrar sólo dos- se crea una estructura estatal paralela orientada a solventar los graves daños sociales -que eran una deuda social- de manera tal de ganar la batalla inicial, que es la de las posibilidades de la victoria. Ahora bien, si partimos de que aún existen debilidades ideológicas y de que la alienación y la ley del valor tienen aún su imperio en Venezuela –es decir, de que seguimos siendo capitalistas-, en este marco de creación de condiciones que planteamos, se corre el riesgo de que el mismo sistema que tenemos y que está justificado por determinados valores, en un contexto de aumento del bienestar y de los llamados “niveles de vida”, asimile a factores revolucionarios, moderándolos y aburguesándolos.

    Uno se pregunta, siempre desde una perspectiva realista pero también crítica y creativa, si la descentralización del acceso a la violencia legítima no sería condición necesaria para la transformación del Estado, en el marco del proceso de democratización o “transferencia” de poder al pueblo. Finalmente otra pregunta ¿en un país condenado a la abundancia petrolera –lo cual tiene sus corolarios- es necesaria una transformación radical de la sociedad y el Estado? El pueblo venezolano goza hoy día de un IDH (Índice de Desarrollo Humano) alto y eso refleja el éxito de las políticas socioeconómicas del gobierno bolivariano; pero como no sólo queremos comer y beber mejor sino la transformación real de las relaciones sociales, sigue pendiente lo más importante: la transformación cultural.

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