Cuando José Alejandro abandonó su trabajo como editor en el portal laverdad.com por un cargo en el departamento de relaciones públicas del Ministerio de Asuntos Coyunturales, lo primero que sintió fue como una liberación, como una suerte de alivio, viendo en el horizonte una clara oportunidad para deslastrarse de una actividad que si bien encerraba un proyecto vanguardista y monstruoso -y esto desde un punto de vista revolucionario- mantenía a José en un ámbito de asfixiante virtualidad, como conectado a un universo falso que ilusoriamente se presentaba como la realidad futura, como una especie de fatal porvenir del mundo, duramente incierto aunque seductor en demasía. Adscrito a una organización que respondía al inverosímil nombre de Movimiento Crítico Revolucionario por un Cambio Cultural, y por tanto acérrimo opositor –y hasta enemigo- de todo proceso de cambio de adoleciera de gatopardismo lampedussiano, era capaz de percibir –o por lo menos de intuir- el cambio estructural que sacudía de forma eternamente lenta los diversos espacios y aconteceres de esa sociedad renaciente, intensa, brava y profunda. Desde sus incipientes simpatías con la revolución, se había creado para su análisis –aunque la pudo ver en muchas noches de cerrazón- la imagen de una mujer devastada, arrodillada, y con el espinazo doblado desde hacía mucho tiempo.
Tal figura decadente no le sugirió nunca romanticismo ni arte alguno. Es verdad que le inspiró grandeza desde que la imaginó por primera vez, pero también le transmitió una sensación para la que no encontró mejor nombre que impotencia nostálgica. En sus ojos, de una opacidad que dejaba traslucir una bravura como en hibernación, fulguraba una lucha entre la desesperanza y una renovada voluntad que la sacudía de su derrota amodorrada en movimientos de suave violencia. La mujer en deplorable situación, era una alegoría de su país y siempre pensó que los latigazos de la contrarrevolución eran los dolores que imaginaba sufría esa mujer de miembros entumecidos, cuando en esfuerzos que mucho tenían de providenciales se ponía poco a poco de pie, levantándose como un ave fénix de sus podridas cenizas. La imaginación especular de José Alejandro lo había llevado a pensar que la nueva sociedad, ese glorioso y supraterrenal reino de la liberdad que advendría de acuerdo a las lecturas que había hecho de Marx, se lograría cuando esa mujer alegórica de sus pensamientos estuviera completamente de pie, enhiesta y altiva como un obelisco; sobre si Dios estaba o no interviniendo en ese proceso y si su líder era o no su enviado, su incansable misionero de luz, preguntas que llegó a hacerse en el apogeo borrascoso de sus inquietudes, no eran reflexiones que para él carecían de importancia aunque desde su particular –y hasta singular-punto de vista político, eran afirmaciones que consideraba irrelevantes para una estrategia revolucionaria; para una política de la emancipación, liberadora, pues.
José Alejandro se interesaba por la política y la consideraba, antes que un arte o una ciencia, parte de la íntima naturaleza del ser humano, cuya necesaria intervención y presencia en todos los aspectos de la vida, lo hacían creer hasta la convicción que la actividad política era la eminencia gris, la turbia esperanza, entre las posibles soluciones metafísicas al acertijo del sentido de la vida, a la circunstancia para algunos pavorosa de estar aquí reunidos en este convulsionado mundo. Un día, leyendo la prensa digital, se inquietó al ver como una artista que admiraba por el carácter rebelde y contestatario de sus canciones, se deleitaba en la irresponsabilidad de inmiscuirse en los asuntos internos de su país, cosa que muchos deploraron y que motivó a José a dedicarle un extenso artículo donde, en el apogeo de su exposición -que era una analítica exasperación- afirmó que la política trata de los asuntos de la vida y de la muerte, de lo sagrado y lo profano y lo necesario, de la seguridad y el bienestar; de la justicia y la guerra, por lo que de ella no se podía hablar a la ligera y en escenario ajeno. El artículo fue leído y celebrado y olvidado y la vida siguió su curso. No faltaba mucho para que la pulcra trascendencia, pero también la importancia y seriedad que José Alejandro atribuía a la política se estrellaran contra un necio muro de vulgaridad; una mole alta de ignorancia con una indiferencia de blanco alabastro. Pablo Mcdonald era un joven tardío, astuto y nostálgico, dotado de una inteligencia filosófica que lo ayudaba a aotocomprenderse como predestinado para el éxito; su mente volaba en súbitas incursiones y su cultura se pretendía exquisita, todo un artista para disfrazar su esclavitud a los placeres y con una voz de afectada estentoriedad que suscitaba simpatías entre las mujeres. Venía de la empresa privada y era el jefe de José Alejandro, quien en la entrevista de rigor se enteró que había trabajado con su esposa, una mujer madura con quien discutió siempre amistosamente sobre la situación del país y en quien llegó a reconocer una genuina representante, un auténtico dechado de la pequeña burguesía de la ciudad. Siempre pensó que detrás de su donaire y su garbo se escondía cierto sentimiento de superioridad, impresión que confirmaba cada vez que la veía deshacerse en ditirambos hacia la fina y bárbara Europa. Cuando el Sr. Mcdonald advirtió que tenía en común con José Alejandro el haber trabajado y el haberse ido decepcionado de la misma empresa donde de paso compartió tribulaciones y charlas con su compañera, llamó de inmediato al que parecía ser su mano derecha para darle a conocer la feliz casualidad. Apareció en la oficina un hombre de mediana estatura, con argollas en las orejas, de caminar torcido y con los ojos cubiertos por unos lentes oscuros al más puro estilo posmoderno de Matrix. Parecía el más viejo de los que hasta el momento había conocido en su nuevo empleo, se encargaba de la imagen y el diseño y levantando las cejas de manera desproporcionada hizo una pequeña broma mordaz como para darle la bienvenida al familiar entrevistado. José Alejandro era desde hacia tiempo un lector voraz y su poderosa imaginación, aunada a las heterogéneas experiencias de las que había bebido, habían desarrollado en él una fina intuición que le auguraba un entorno pródigo en comportamientos deletéreos frente a la política. Más adelante, confusamente aliviado, comprobaría su exageración. Para él era definitivo, los elementos que tenia delante eran sobrevivientes de la generación hedonista de los ochenta, la despreocupada, más o menos salvaje y portadora de una nostalgia sólo soportable por la ilusión de que podían reproducir un entorno soñado, donde cuatro mujeres con las tetas operadas, la compañía de viejos amigos, algunas individualidades selectas y la ausencia de contraloría, configuraban un interesante conjunto de seres para el goce y el buen trabajo, como en los buenos tiempos. La entrada y el irónico disparate del ochentoso amigo, que se llamaba Ivanovich, -algún seudónimo de viejo conspirador- no disociaron de José la incisiva idea de que si el Sr. Mcdonald era revolucionario como lo decía su actitud y su amistad con el ministro comunista, lo era de un tiempo para acá, desde la madrugada se ese día, si acaso. Tenía la impresión –entre las varias que tenía- que no habría para él ascensos vertiginosos ni aún en épocas de roja intensidad; incluso, actividades progresistas o lúdicas. Al estar frente a frente, las dos aquilatadas miradas se habían escrutado el alma, y ciertamente, a esa distancia, no podía haber secretos. El espacio era pequeño y se trabajaba por pautas. Muy pronto nuestro nuevo servidor público se daría cuenta de que el trabajo institucional obedecía a la filosofía de la propaganda y la apariencia, donde una nota de prensa sin tachas y una imagen bien pensada del creativo publicitario, tenían el poder de reflejar la diáfana calidad revolucionaria del Ministerio de Asuntos Coyunturales. Pero todo era mentira. 150 días, -pudo saber José previa charla de un palabrista comité de análisis político- era el tiempo que la institución se tomaba en procesar una solicitud. Eran muchas las categorías de personas de las que, de acuerdo a la misión institucional, debía encargarse el ministerio, que era el reflejo fatal y preciso de una administración mágica; consuetudinario brazo del estado mágico rentista. José conversaba con sus compañeros y se deleitaba en la coincidencia de que todos –casi todos, en realidad- gustaban de lo que él entendía por buena música. En la apretujada jerarquía de la oficina, se percibía siempre un aire disipado y melancólico y en los mediodías del eterno retorno se sintió atraído muchas veces, después de comer, por el curioso lunar que cerca de la comisura del labio superior ostentaba la secretaria, una mujer dulcemente conservadora, casada, que no pertenecía a ninguna fracción política y que parecía petrificarse en su cargo; puede que por eso, podía verse como su mirada suave de madre hogareña (aunque también de potencial amante) se trocaba a media tarde en rayos de silenciosa imprecación. Diametralmente opuesta aunque parte del armónico conjunto era Deja vu, una morena de rostro inocente pero de ojos perversos, cuya vocación para el arte se disolvía en placeres y vicios secretos, tan claros para José como quien se había revolcado en ellos. Pero no todo era luz de neón, reuniones y tecleo. Deja vu era un espíritu de incertidumbre muy cerca de la resignación, y José Alejandro ya sabía que el objeto de una revolución era crear y consolidar las premisas sociales para la realización de las potencialidades de todos. Ella le recordaba vertiginosos placeres pero sobre todo que era un artista doliente que como ella y como todos, vivía en una época que arruinaba el espíritu y destruía la persona humana. Casi sonríe ante semejante reflexión, y no hubiera sido menos que grotesca la mueca que se hubiera dibujado en su rostro de haberlo hecho. En una primera impresión, le recordó a la Remedios de Cien Años de Soledad, aunque más por lo sobrenatural y enigmático que por lo bella.
Pablo Mcdonald jodía cuando tenía tiempo y parecía simpatizar con el socialismo, y el caminar delicioso y depravado de las mujeres de protocolo parecía motivarlo ante la monocordia sublime de la rutina diaria, elevándolas en lo íntimo de su oficina, fumando un cigarrillo, al grado de secular bálsamo; esa parecía ser su debilidad. Con el pasar de los días, las semanas y los meses –porque José no esperó siquiera un año- (José nunca sabría si el Dpto. de Relaciones Públicas del citado ministerio podía ser absuelto por la historia), pudo viajar a diversas dependencias del interior, colaborar en coloridos eventos de carácter social y vivenciar un cambio de administración. Este último resultó –talvez como los otros cinco de los últimos dos años- depurativo y tortuoso. Se atropelló y hacinó la oficina y por un instante José sintió fortalecido el lazo que lo unía a sus compañeros, cuya irresponsabilidad e indiferencia frente al cambio de época, frente a las cruentas guerras internacionales y frente a sus propias funciones, todas con su grado de importancia, no podían superar el inmutable y consabido entrevero estructural del dilatado aparato administrativo, mentado más allá de la saciedad, permanentemente discutido y siempre presente. “De todos los males que padece la mujer transfigurada, ninguno tan oscuro y formidable como la tradición”, pensó José, preguntándose que podía hacer con la frase, inútil en su mente y que después escribió y equiparó, pretensioso, con el estilo mítico del trágico. La reestructuración generó resistencia y algunos optaron por la renuncia cabal. Para José, revolución implicaba transformación estructural, tumbar para edificar, un golpe, un conflicto, una restauración ontológica, algo poderoso y trascendente, aunque no sabía si realmente tuviera que ser otra cosa o una cosa otra. En cierto libro, que tenía mucho de legajo, una vez encontró la explicación de lo fácil que era para muchos lucir como agente de cambio. Consistente y autobiográfico, el terrible autor describía su personaje. Abundando en adjetivos, derrochando lúcidas metáforas, la lectura le reveló a José la compleja idiosincrasia de Pablo Mcdonald, quién usando el rojo y adoptando el discurso oficial se mimetizó protagonista vistoso del cambio de época. Algo atribulado, José nunca imaginó encontrar en tan inveteradas páginas tan fiel retrato de su jefe. Pronto comprendió la contradicción, prosaica y lisa, sin exhuberancias. Vio la plena falta de conciencia ausente de culpabilidad. José, entretanto, siguió leyendo.
*Cuento ganador del primer Concurso de Literatura Ubevista Eduardo Sifontes (2009).
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