Como bien lo dijo Trotsky, toda revolución necesita del látigo de la contrarrevolución, y el once de abril de 2002 les tocó al gobierno bolivariano y a su principal líder, recibir lo que hasta ese momento había sido el mayor embate de la reacción, un golpe de Estado patronal y mediático que trastocó por breves horas el orden constitucional, y con éste la renovada esperanza de un pueblo que ya venía saliendo del gran foso en que había quedado, luego de décadas de desgobierno y administración pasiva de la realidad.
Hoy día llama poderosamente la atención, el hecho de que esta reacción se haya levantado frente a un líder cuyo programa político –indiscutiblemente de carácter popular- estaba lejos de ser socialista. El sólo hecho de impulsar políticas públicas orientadas al logro de la justicia social y a la recuperación de la soberanía –y por tanto de la autodeterminación- fue suficiente para que se mostrara el rostro descarnado de una oligarquía intransigente, apátrida, racista, eurocéntrica-pro-gringa y dispuesta a mantener sus privilegios a cualquier precio. Recordemos que, desde la perspectiva teórica, a comienzos de su gobierno el presidente Chávez llegó a ser partidario de la llamada “Tercera vía”, propuesta del inglés Anthony Giddens, conocido “sociólogo de la modernización” que logró en cierta medida revitalizar las tesis socialdemócratas.
Sin embargo, talvez por la evidente correspondencia que tuvo y aún tiene con la configuración social venezolana, la tesis cuya validez quedó demostrada en la praxis, fue la de la tríada: gobierno, pueblo y fuerza armada, del argentino Ceresole. Y la clara correspondencia entre esa tesis y los hechos del once de abril, se explica naturalmente por el hecho de que el ingreso en nuestras Fuerzas Armadas nunca fue una posibilidad privativa de las clases dominantes, de las tradicionales minorías blancas urbanas privilegiadas. De esta realidad particular resultó, en los sucesos de abril de 2002, una unión pueblo-fuerza armada que en realidad fue la unión del pueblo con el pueblo. Esta unidad fundamental, a su vez, fue catalizada por un líder político que encarna, precisamente, al militar venido del pueblo.
Así las cosas, luego de ocho años, el debate sobre la concepción de pueblo en el contexto de un proyecto de país que viene construyendo exitosamente el consenso entre diferentes sectores de la población, está en pleno desarrollo y merece ser profundizado. Ahora bien, la tesis de hoy es el socialismo –agreguemos la de hoy y la necesaria y definitiva- el socialismo nuestro, a lo venezolano, y no deja de ser interesante –considerando la idea trotskista del látigo- que esté tan presente en el discurso bolivariano la idea de que se necesite otro látigo contrarrevolucionario para avanzar en la profundización del proceso político rumbo al socialismo. Es así como, siguiendo al Che, debemos mantener varios pasos por delante del caos, y para lograr tal cosa debemos ser pretenciosos en los objetivos políticos, manteniendo una actitud donde el realismo político no opaque a la crítica creativa.
La unidad cívico-militar fue determinante para el regreso triunfal del presidente Chávez, y en la actualidad mantener la fortaleza de esta unión, es la garantía de la continuidad de un proceso que ha logrado irradiar su luz emancipadora a la región y al resto del mundo. Pero a parte de esto, queda en el aire la pregunta ¿Necesita la Revolución bolivariana hoy, del látigo de la contrarrevolución?
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