Palabras clave: Batalla de ideas, política, crítica, transformación, diálogo, innovación, cambio de época, amplitud, bloque histórico, lectura, análisis, verdad, belleza, sueños, liberación.

viernes, 4 de febrero de 2011

Días de liceo, la estatura promedio y los 12 años de Revolución bolivariana

Chávez en el Andrés Bello
Las afirmaciones que hizo ayer Héctor Navarro en VTV, sobre el aumento de la talla promedio de los jóvenes venezolanos en 2 centímetros durante los últimos años, me recordó de inmediato a los duros años de finales de los ochenta, los tiempos del Marzo Merideño, los de la masacre del Amparo, los días en que los liceos Andrés Bello, Gustavo Herrera y Fermín Toro –emblemáticos por su combatividad- vivían en la calle luchando por las diversas reivindicaciones del momento, en un contexto donde la explosión del Caracazo había desatado la protesta, y una subversión ya no sólo social sino política.


Tuve la oportunidad de estudiar los tres primeros años del bachillerato en el Liceo Andrés Bello, años de los que tuve que repetir el tercero no sólo por aquello de las tres marías, sino porque para ese momento las convocatorias para ir a la calle ya se habían hecho cotidianas y la constante pérdida de clase había provocado naturalmente que varios estudiantes perdiéramos el año, por culpa de esos caos –intuía uno- que diariamente se sucedían en la Avenida México, y a lo largo de la Av. Universidad cuando la protesta incluía una marcha hacia el anteriormente Congreso, donde confluían los estudiantes de otros liceos y donde por lo general las lacrimógenas, el perdigón y la peinilla (la represión) siempre hacían su brutal aparición.

Yo era en esa época un pre-adolescente al que se le empezaba a expandir el horizonte, en una institución donde uno estudiaba mañana y tarde (porque aún se estudiaba en los dos turnos) y que, en comparación al colegio del que uno venia, aquello parecía una pequeña ciudad. Recuerdo que como estudiante nuevo de séptimo grado, uno veía a los estudiantes del cuarto y quinto año como una especie de gente superior y como una particular y furiosa tribu que todos los días era noticia por alguna razón: que si la pelea entre fulano y sutano en la legendaria cancha 5, que había concitado la expectación de medio liceo –incluyendo el profesor de educación física- y donde el negro Pedro o Juan el surfista había terminado en el hospital. No faltaban los cuentos del sexo furtivo en el mismo lugar –la cancha 5- que había provocado el embarazo de Susana, conocida entre la población estudiantil por ser la más bella, popular y “desinhibida” de esas mujeres “adultas”. Sin embargo, no era que estos episodios ocurrieran todo el tiempo y más tarde los interpreté como un signo de vitalidad de esos tiempos; muy lejos de lo que vería años después. Para nosotros, los niños, los novatos, los imberbes, esos estudiantes que estaban cerca de graduarse eran unos verdaderos adultos, unos atletas, y las mujeres eran la sensación, las buenotas, las reinas; uno recuerda sobre todo que eran muchachos y muchachas de peso y estatura, de paralelas y de tetas naturales.

Para cuando perdí el tercer año ya había ocurrido el Caracazo y la rebelión militar del 4 de febrero, y la consiguiente e inevitable crisis del modelo puntofijista se respiraba con sólo ir a la bodega. Los efectos de la pérdida vertiginosa y violenta del poder adquisitivo de los venezolanos se hacían palpables y dramáticos, lo cual naturalmente precipitó a grandes sectores de la población a la pobreza, y la delincuencia –por lo menos en Sarría- se había desatado en un contexto donde los tiroteos se habían hecho cosa normal. Ésta notable pérdida de la calidad de vida de la gente se tradujo en una constante movilización, en una constante protesta y en una cada vez más consciente y consistente organización popular que desembocó naturalmente en el triunfo de Hugo Chávez en diciembre de 1998, finalizando una década marcada en Venezuela y en el mundo por un neoliberalismo ya decadente y que comenzaba a ser desafiado.

Pude graduarme de bachiller en 1996, para luego hacer lo que muchos jóvenes hacíamos en aquel contexto de liberalismo decadente y alienación: trabajar en un sitio de comida rápida. Los recuerdos del liceo Andrés Bello se me hacían cada vez más lejanos, y puede que haya sido porque no tuve más noticias resonantes sobre él, por lo menos desde aquel día en que, en el apogeo de una manifestación frente al liceo que incluyó la tranca de la Av. México, un autobús de esos viejos atravesados por rayas verdes de atrás pa lante, a la altura de la esquina Pela el Ojo, había atropellado y matado a un estudiante (recuerdo su nombre: Jimi), un líder estudiantil del cuarto año (uno de nuestros héroes) que pertenecia al centro de estudiantes. Comenzaba a comprender que la crisis que había sacudido al país no había sido poca cosa.

Un día de esos de finales de los noventa di un paseo por la plaza que rodea al legendario liceo y el paisaje constatado no me pareció menos de deprimente. El cambio, el retroceso, los estragos de la decadencia cuartarrepublicana, para los que teníamos memoria eran tristemente visibles. La percepción que tuve era casi una convicción producto de una comprobación empírica y si un académico hubiera estado a mi lado desmintiéndome por falta de método, lo hubiera considerado un completo desubicado. Todos los muchachos parecían niños de primaria, y no por sus temas de conversación o su actitud sino por su talla, su contextura, su fragilidad. Los estudiantes de lo que yo consideraba mi época –que ya era una época de crisis- al cruzar las rejas de la salida éramos una tromba, efervescente, apasionada, peligrosa, con el poder combativo del pueblo que había salido el 27 de febrero a quebrar con violencia el Bloque Histórico de una clase política ya sin legitimidad; los estudiantes que pude ver en el mismo lugar pocos años después me parecieron flemáticos, débiles y con un aburrimiento infinito de la calle.

No quiero sugerir con estas palabras el advenimiento de una supuesta "generación boba", de la que muchos de los responsables de la profunda crisis sociopolítica, económica y moral en que cayó nuestro país comenzaron a hablar, como si estos no hubieran tenido que ver con una crisis que se reflejó en todos los aspectos de la vida nacional. Ya se sabe que somos producto de las circunstancias y de la educación y que tanto una como otra son producto de la actividad humana, y que por tanto pueden cambiarse por medio de la acción revolucionaria.

Lo que quiero referir es que este proceso revolucionario, que ya lleva doce años, re-emancipó a los venezolanos creando y garantizando las premisas sociales necesarias para la dignificación de la vida, empezando por aquellos aspectos sin los cuales no podría haber historia: hombres y mujeres con comida, bebida, ropa y techo, de adecuada calidad y en suficiente cantidad.

Nuestra estatura y peso promedio seguirá creciendo como lo seguirá haciendo nuestra conciencia revolucionaria, lo que constituye otro indicador sólido de los progresos humanos que hemos alcanzado como pueblo, un pueblo que si aparte de alimentarse bien tiene salud, educación pertinente, conciencia y formación política se hará, como siempre lo ha sido, un pueblo bravo, potente, libertador e invencible.

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