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martes, 15 de mayo de 2012

Historias secretas, viento y eucaliptos

Naturaleza y civilización
Dormir junto a la ventana es poder ver cada mañana las luces del amanecer. Para ello me basta extender el brazo y correr un poco la cortina. Muchas veces, cuando hay buen tiempo, se puede ver como el gris casi negro se va degradando en morado y azul, al tiempo que aparece un tenue naranja en el horizonte.

Desperté, respiré profundo, hice lo de siempre. Recogí y amarré las cortinas, abrí un poco las ventanas corredizas. Como lloviznaba no saqué completamente la cabeza, como hago siempre para tomar una bocanada de aire fragante, antes de hacer algo de ejercicio y encender la computadora. Me puse los lentes para poder ver bien esa lluvia, que era más que un rocío, y así estuve unos minutos viendo ese panorama. El agua caía transversalmente por la brisa, que hacía vibrar las ramas de los árboles, cuyo rumor hacía creer que la lluvia era más recia. La mayoría de estos árboles proliferan alrededor de los edificios, y en su mayoría son pinos y eucaliptos. A uno de estos, yo lo llamo el Brócoli, por el parecido que tiene su copa con el vegetal, y junto a un pino que tiene al lado son los más altos del lugar. La brisa lo tambaleaba; el pino se mantenía más firme.

El concierto de los pájaros no resonaba como en una mañana de sol, pero confundidos con el sonido de las hojas sacudidas se escuchaban sus inquietos y armónicos silbidos. Abajo, entre la vegetación y los edificios, está la calle por donde entran y salen los vehículos. Está mojada, brillante: el cielo parece reflejarse en el pavimento. Vía ligeramente inclinada, una baja y entra, otra sube y sale. A lo largo de estas, se extiende un espacio para que estacionen los visitantes o quienes necesiten más de un puesto. Afortunadamente, una acera que viene de arriba bordeando la vía de asfalto nos permite llegar también a pie a nuestros hogares. Dos señores, visiblemente mayores, uno de ellos cojeando, vienen bajando por ella en dirección al CDI (Centro de Diagnóstico Integral), ubicado entre los dos largos pasillos de la planta baja, y que recibe gente de muchos lugares del sector durante todo el día. Estoy seguro que los tres paraguas que vienen bajando, ―aparentemente dos señoras y un niño― antes de la curva, un poco más arriba, también vienen “a la clínica”, “a donde los cubanos”, como dicen muchos.

Entran y salen carros y una que otra moto. Una de estas es extremadamente escandalosa, y si tienes la mala suerte de que salga una mañana bien temprano, puede ser tu peor despertador. Pero además de los vehículos particulares, también van y vienen durante todo el día las camionetas (colectivos), las cuales dan la vuelta en una redomita que está frente a la entrada principal del conjunto de edificios. En el centro de ésta hay un jardín donde se levanta una alta palmera, y desde este ángulo se ve impertérrita, invariable, como si no estuviera ahí.

Esa redoma es un lugar de encuentro, de confluencia. A toda hora, y desde aquí lo puedo ver, está el muchacho que trabaja como parquero, un hombre moreno, alto y delgado, de caminar parsimonioso casi imperceptible, siempre con una gorra, con una barba tipo candado blanqueada por las canas. Este muchacho puede que esté cerca de los cuarenta, y su mirada tiene algo de tristeza, de melancolía. En los momentos más solitarios del día se le puede ver en los alrededores de la vuelta, pensativo, esperando que llegue algún visitante a estacionar para entregarle el papelito. Cuando lo veo siempre me pregunto: ¿Qué le habrá pasado? ¿Habrá estudiado? ¿Con tantas cosas que hacer en este país, por qué deja que se le vayan los días haciendo nada? ¿Algún tipo de discapacidad? Claro, algo de pasta debe captar el hombre en su oficio. Además, por la tarde es algo diferente, cuando va llegando gente de su jornada y un grupo habitual de jóvenes se aglutina en el espacio a echar cuentos, a sacarse el tráfico y el aburrimiento. Lo que sí es seguro es que su parquedad debe esconder los datos precisos sobre ciertos sucesos que han quedado envueltos en un halo de misterio, como el ocurrido aquella madrugada de año nuevo cuando, a dos jóvenes que venían a una fiesta en una de las torres, los golpearon salvajemente en lo que fue al parecer un ajuste de cuentas, o aquel en que, con un fuego artificial de alto calibre, hicieron polvo la vidriera de un concurrido abasto.


La entrada a las residencias, se abre en la avenida que viene de la perimetral que atraviesa toda la “ciudad dormitorio”, y sigue hasta el embalse La Mariposa, ya cerca de la autopista que conduce a Caracas. Esa entrada está al nivel del piso 7 donde vivo. Ya sea que entres caminando o sobre ruedas, debes recorrer la calle en Zig – Zag para llegar a la entrada principal. En toda la curva se levanta una casa de dos niveles. Desde la ventana se ve hacia la izquierda, medio tapada por los árboles. Es el hogar de “El latonero”, un señor de apariencia humilde, de baja estatura, grueso, bastante moreno y de bigotes grises. Su apariencia es la de un tabernero retirado que encontró la tranquilidad de la bonanza restaurando coches chocados. Un viejo machetero que un día había llegado del monte adentro, abriéndose camino entre la desesperanza y medrando con esfuerzo y trabajo.

Por lo general, entre la casa del latonero y las residencias, siempre se están paseando tres perros grandes. A uno de ellos le dicen Hugo y los vecinos lo tratan con cariño. Esa mañana se divertía persiguiendo a los carros que salían. Una vez, hace poco, se le pegó atrás al motorizado de la pizzería que está en planta, frente a la torre E. Este venía llegando, a una velocidad moderada. El perro lo siguió de cerca como si tuviera la intención de morderle una pierna. El conductor, sorprendido por el ataque había estirado la pierna para sacudírselo y esto le hizo perder el control, rodando varios metros con la moto y fracturándose algún hueso de la pierna.

Así es el cuadro que cada día veo por la ventana rectangular. Una mezcla de naturaleza y civilización, el sonido árboles y pájaros, de brisa y de perros, confundido con el ronquido de los motores y las voces de la gente que va y viene. Una trama de historias secretas, viento y eucaliptos.

Amaury González Vilera

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