Palabras clave: Batalla de ideas, política, crítica, transformación, diálogo, innovación, cambio de época, amplitud, bloque histórico, lectura, análisis, verdad, belleza, sueños, liberación.

jueves, 7 de julio de 2011

Preliminar necesario a las Crónicas de Buenos Aires

Librería Ateneo
Está claro, Argentina no es Buenos Aires. Es una verdad de perogrullo y es probable que un porteño clásico tenga la convicción de que de hecho es así, o que sin ser tan porteñocéntrico, afirme más elegantemente que quien haya ido a la Argentina y no haya pasado por Buenos Aires es como si nunca hubiera pisado ese país. O también, que el paisaje de Bariloche o el de las cataratas de Iguazú son un único y alucinante espectáculo; que estando en Ushuaia uno pareciera estar en la misma puerta hacia la otra dimensión, pero que el paisaje urbano de la Gran Buenos Aires, con toda su ecléctica belleza, sus anchas avenidas, sus contrastes, con su inagotable vida cultural, su monumentalismo, su ajetreo, su historia y sus seductores símbolos, era un paisaje que, además de ineludible, era también susceptible de ser recorrido y palpado, sudado, gozado; un lugar para extenuar al cuerpo y deleitar al espíritu hasta salirle al paso, deliciosa y triunfalmente, a la inexorable entropía. Sí, desde el principio estaba claro que visitaba la Argentina, particularmente por el paisaje urbano de ese pequeño país llamado Buenos Aires, “la hermosa, la grande”.

De la ciudad del Río de la Plata tenía referencias desde que tenía memoria. Me habían llegado por diversos medios desde mi infancia. No creo equivocarme cuando digo que las primeras imágenes de Argentina me llegaron –y como no iba a ser así- por el fútbol, por Maradona, por aquellos años ochenta, década perdida para la región, de transición a la “democracia” para la Argentina y de quiebre con el sistema político puntofijista para Venezuela. Algunas referencias a una tal Evita aparecían esporádicamente en alguna reunión donde se conversaban cosas serias o, también, en el cine y la música. Una vieja cinta con una canción que ostentaba el sentido estribillo “No llores por mí Argentina”, donde el idioma vernáculo se alternaba con el inglés, me remitía a una pasión particular propia de un país que, al parecer, gozaba de una extraña fama por nuestros lares. Lo que se escuchaba de Eva Perón eran leyendas, relatos fantásticos, y no sabía si realmente había sido alguien de la vida real, una mujer bella y muy querida en su tierra por su especial don, por alguna romántica proeza, o la protagonista de una entrañable película. Parte de esas prenociones que alimentaban el imaginario del común, muy ligado a lo que se ha llamado el “humor venezolano” –porque los venezolanos somos “jodedores”- era eso de la pretenciosidad de los vecinos del Sur, opinión sobre la que se hicieron innumerables chistes y que provocaron risas desbordantes en la variada humorística que “animó” siempre nuestra televisión.


Fue en la adolescencia, en pleno despertar sexual y como muchos de mis compañeros del liceo Andrés Bello, cuando nos hicimos seguidores de las bandas de rock gringas en boga. Para ese momento eran Guns n Roses y Metállica, que tenían mucha fuerza. La influencia gringa nos llegaba prácticamente a través de todas las emisoras, que le metían a uno como referencia el llamado Mainstream en toda su extensión; luego se desataría la ofensiva Grunge con Nirvana y Pearl Jam a la cabeza. En ese contexto y al voltear la mirada hacia dentro, bandas como Zapato 3, la leyenda del rock heavy venezolano Paul Gillman y grupos como Sentimiento Muerto, me daban la impresión de que aquí también teníamos a nuestros héroes y que no toda la música del género que nos gustaba se hacía en “el norte”. Fue así como, intercambiando música con amigos y vecinos, grabando directamente de la radio como se acostumbraba en esas noches interminables de juventud inquieta y rebelde, en ese adentrar de la mirada, dimos con una canción rock en español cuyo comienzo nos parecía algo tan sencillo como tremendo. Ese charrasqueo en cuatro acordes nos parecía una genialidad, algo triunfal ¡Que buena canción! Poco tiempo después casi no creía que esa era una de las canciones que no paraba de tocar con mi flamante guitarra acústica Blester, hecha en china, pero que para mí era como la mejor de las Gibson de Slash; hasta le ponía cuerdas de metal “para poner duros los dedos”, decía. La canción era De Música ligera, pieza que formaba parte del –como diría Cerati en una entrevista- prostituido disco Canción Animal, canción que me abrió las puertas al universo rockero argentino, aunque también al chileno y español, Los Tres, Los Héroes del Silencio…

Tuvo que haber sido por estos músicos, a los que se sumaron por supuesto Charly, Fito, Calamaro, entre otros nombres ineludibles de este original pop-rock, que Argentina y su celebrada capital, Buenos Aires, comenzó a ocupar un lugar en mi imaginario. Esa “ciudad de la furia” que cantaba apasionado Cerati y cuyo video fuera uno de los que catapultara a la banda en la región tenía, al parecer, una vaina especial. La música fue jalando a la cultura, la literatura, la ciencia, la política, la historia y la diversidad de símbolos que ofrecía ese vecino pretencioso cuyas figuras parecían gozar de una especial fama en la región y el mundo. Como guitarrista aficionado y como músico de guateque, aunque con un año de Teoría y Solfeo en el conservatorio José Ángel Lamas, estos muchachos pretensiosos, pero que para mi tenían calidad y personalidad, se fueron convirtiendo más que en referencia, en verdaderos íconos. No obstante, muchos de ellos tuvieron a nuestro país como vibrante escenario para sus discursos, y generaciones enteras disfrutaron de presentaciones entrañables como aquella de Soda en el cierre del Festival Iberoamericano de Rock, en el 1991, que si no recuerdo mal fue en el teatro Mata de Coco, y que tuvo lugar en pleno amanecer y con una multitud que efervescente, se había quedado y  pedía las descargas de Canción Animal, recién estrenado para ese momento.

Argentina, un país que, se decía, era del llamado “primer mundo”, donde el dólar y el peso valían lo mismo, donde el proyecto moderno se había realizado con éxito y que tenía al Fondo Monetario Internacional como su sapiente guía y tutora; Argentina, por supuesto -¡y cómo cambian los tiempos!- llegó a ser tenida como la niña mimada y predilecta de aquel. Pero, críticas y consideraciones políticas aparte, al hacerme lector -más o menos luego de salir de las conservadoras y anquilosadoras estructuras del liceo- fui dando con esos dioses de la palabra del Cono, entre los cuales el señor Borges me impresionó y me resultó tremendamente estimulante y cuyo libro “Ficciones”, el libro de cuentos perfecto, pude obtener en los “clásicos de la literatura universal” que se distribuyeron en el degenerado diario El Nacional, en otras épocas más apolíticas y más pendejas. La Beatriz Viterbo y el Carlos Argentino de las grandes, filosas y hermosas manos, protagonistas del ultrafantástico cuento El Aleph: el punto que contiene todos los puntos; aquella estancia del Sur propiedad del Francisco Flores, abuelo materno de Juan Dahlmann, secretario de una biblioteca de la calle Córdoba, imaginada como una larga casa rosada abundante en eucaliptos balsámicos, figuraba en el cuento El Sur, el último de la propuesta de eximia fantasía de Ficciones. Fue algo parecido al estupor y a la nostalgia lo que siento al escribir esto al constatar que, sí, efectivamente estuve en una estancia en las afueras de Buenos Aires, aunque en el norte, consistente en una larga casa rosada, junto a otras dos más pequeñas, donde se exhibían grandiosos esos eucaliptos balsámicos. El color rosado, pude saber allá, tiene en esa tierra su propia historia.

En el nuevo siglo

Fue una semana después de que ingresara a la Escuela de Sociología de la Universidad Patrimonio, comenzando el siglo, cuando cayeron las Torres Gemelas de New York en uno de los eventos –hoy sabemos que fueron meticulosa y perversamente planificados- que marcarían o pretenderían marcar el inicio del siglo XXI, donde los halcones republicanos manejados por los jefes del complejo militar se lanzaban puntualmente hacia el “choque de civilizaciones” en su interés de “llevar la democracia” a esos “estancados” y “terroristas países”. Mientras tanto, en el curso introductorio de la Escuela nos exponían a la lectura de los sociólogos ingleses y franceses en boga, donde se incluían sesudos ensayos sobre la inevitabilidad de la globalización, de manera que iniciáramos nuestro proceso intelectual de subalternización y de conversión en plantas exóticas. Eso sí, no es mentira que fue despertando en mí una conciencia crítica que hoy aún no me deja tranquilo y que mi capacidad para ver y analizar las cosas desnaturalizándolas fue creciendo. Y en honor a la verdad, no sé si fue algo que haya valido la pena hacer pero, qué carajo, hoy día puedo doy gracias al universo por no haber abandonado la literatura, o porque ella no me haya abandonado.

En diciembre de ese mismo año, convulsionado como estaba el panorama político-militar y por estos lares, con una dinámica política renovada, refrescante y que devendría en telúrica y confrontacional hasta el golpe de Estado y el asomo de la bestia de la guerra civil, Buenos Aires fue noticia luego de una explosión social que recordó mucho a nuestro Caracazo y que tuvo como lema el “Que se vayan todos”, y que luego de la represión consiguiente dejó más de 30 muertos y un presidente que tuvo que huir en helicóptero de la Casa Rosada. Fueron los resultados del llamado “Corralito”, producto de una crisis financiera que anunciaba los estertores del neoliberalismo carnal que se había instaurado en Argentina. Esa crisis, como una referencia más, me acercó moralmente a la Argentina y agregó un importante elemento a la comprensión de una realidad no muy distinta de la nuestra. No era Europa, era un país hermano, latinoamericano, que se había visto arrodillado por cortesía de ese neocolonialismo bautizado como neoliberalismo y que, tal como lo ha registrado la historia de nuestras naciones, encontró adláteres, filósofos y defensores entre ellos y nosotros, que somos los mismos. Momento de parar lo que ya parece un discurso político y que está lejos de esa intención. Son referencias que, antes de viajar a Buenos Aires, tenía de Argentina, la rica, la fértil, la “casa desaparecida”.

Finalmente, una guerra y un baile, una tragedia y una pasión, un hecho incomprensible y una danza compleja, me acercaron aún más a ese país que ha dado tanto entregándolo todo, una nación que parecía vivir –como refirió un Nobel no muy esclarecido políticamente-  en una “burbuja de ensueño”, lo cual equivale en nuestra jerga popular a decir que vivían mojoneados, sintiéndose algo que no eran o, siendo algo –lo cual si tiene su mérito y se admira- que no se podían permitir ser en su situación de patio trasero del Gran Hermano con quien, como dijimos hace rato, llegaron a tener relaciones carnales. Esa guerra fue la de las Malvinas, un conflicto armado que para muchos fue innecesario y que simbolizó el estertor final del régimen de unos gorilas que, en su desesperación por la pérdida irreversible de la legitimidad, habían apelado al nacionalismo, llamado por algunos historiadores argentinos de mentalidad subalterna “adoctrinamiento nacionalista ingenuo”, lo cual legitimó una tragedia que sería encubierta por la dictadura sólo en las primeras de cambio. Las Malvinas son argentinas y siempre lo fueron; postura anticolonialista que se reflejó en el apoyo que Venezuela dio, puede que no oficialmente, al gobierno argentino del momento en una postura claramente latinoamericanista. Ese debate y ese reclamo persiste hoy, y las nuevas perspectivas geopolíticas parecen dibujar un escenario favorable al histórico reclamo.

Y nos queda la danza compleja. Ese baile que se sabe riguroso, severo y sensual, tan elegante como arrabalero, tan llanto y tan dolor, tan popular como suntuoso, tan de calle como exclusivo. Desde el ¿francés? ¿uruguayo? ¿argentino? Carlos Gardel, pasando por Goyeneche hasta Piazzola y los del Bajofondo Tango Club, el Tango es una pasión, un arte y una seducción difícil de soportar; como Buenos Aires.

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